Ningún creyente está en las posibilidades de no fallarle a Dios. Sin importar cuanta dedicación, posición o tiempo goce en las cosas del Señor, todos los que hemos tenido un encuentro con Dios por medio de Jesús, en algún momento (ya sea de una manera fortuita o intencional), tarde o temprano terminamos cediendo a algún deseo o impulso de nuestra naturaleza caída. Ningún cristiano está exceptuado de esta realidad, como tampoco está exento de volver a la cruz y solicitar el perdón divino.
Dios
no deja a sus hijos caídos sino que extiende su
invitación para arreglar cualquier pleito que tengamos con él:
Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si
vuestros pecados fueran como la grana
como la nieve serán emblanquecidos; si fueran rojos como el carmesí, vendrán
a ser como la blanca lana. Isaías 1.18.
Aun cuando la invitación fue extendida
hace miles de años atrás, todavía tiene vigencia hoy. Por lo tanto, cualquier
hijo de Dios que hubiera tenido un traspiés en su caminar con el Señor, tiene derecho
a ponerse a cuenta con Dios.
¿Cómo ponernos a cuenta con Dios? Tres cosas
básicas para lograrlo:
·
No oculte su pecados
·
Permita que Dios
examine su corazón
·
Confiese sus
pecados
1. No oculte su pecado
La Biblia registra la historia de un
hombre llamado David. Tenía una ocupación social muy importante en la nación
donde él vivía, era el rey. Era dueño de las tierras más ricas del reino pero
también era dueño de una ávida lujuria. Dios lo llamó para ser su ungido y fue
denominado un hombre conforme al corazón de Dios. Sin embargo, este hombre cometió una serie de decisiones fuera de
lugar.
No va a la guerra con sus soldados y se
queda en el palacio. Usa su tiempo para pasear sobre la terraza del palacio y
contemplar a una bella plebeya de nombre Betsabé. Pero no solo la contempla,
sino que también la desea. Y no solo la desea, sino que también envía a sus
sirvientes por ella. Betsabé es escoltada hasta la misma recamara real, donde
yace esperando ansioso el lujurioso monarca hebreo. Entre copas de champagne y el
sonido de una suave melodía, el rey da rienda suelta a sus pasiones sensuales.
Semanas después, Betsabé comunica a David que ha quedado embarazada. Con una
conciencia nublada por el pecado, David actúa inmediatamente tomando decisiones
aún más desatinadas. Intenta engañar al esposo de Betsabé y al no conseguirlo
lo envía al campo de batalla para ser muerto. Él bebé nace, y el rey no da muestra
de arrepentimiento. Al contrario ocultó su pecado.
La falta encubierta en vez de producir
tranquilidad, provoca angustia en su interior. La clandestinidad de su pecado succiona la alegría de sus días y drenan el vigor de su corazón. Por tal
razón escribió diciendo:
Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir
todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi
verdor en sequedades de verano. Salmos
32. 3-4.
Lo único que ocasionó David en su vida
al ocultar su pecado fue traer angustia a su alma.
Era
una opresión horrible, un tormento de conciencia. Día y noche sentía la pesada
mano de Dios… Sus noches eran de insomnio. Podía ver su pecado escrito en el
techo de su habitación mientras daba vueltas en la cama. Lo veía escrito en las paredes. Lo veía en el plato cuando
trataba de tomar algo de comida. Lo veía en los rostros de sus consejeros. Era
un esposo desagraciado, un padre irritable, un pésimo líder, un compositor
estéril...[1]
El temporal y superficial placer del pecado
dio lugar al punzante dolor que causa todo pecado. La imagen atractiva de la bella
Betsabé se desvaneció a consecuencia de la magnitud del pecado que había cometido
el monarca hebreo. Cada vez que David miraba a Betsabé, miraba su propia debilidad,
su propio pecado. No había día que no viera
en el rostro de Betsabé, el rostro del esposo traicionado y asesinado. Especialmente,
no podría mirarla sin sentir la mirada de Dios sobre sí mismo.
Cuando David ocultó su mala conducta dio
lugar al dolor. El pecado no confesado es semejante a la dolencia que produce
una daga incrustada en el cuerpo.
Un hombre sufría de intensos dolores de
cabeza y había intentado todo tipo de tratamiento con el fin de encontrar
alivio. Finalmente una radiografía reveló la causa de sus intensos dolores. El
tipo tenía incrustado en su cráneo la hoja oxidada de un cuchillo. Durante un
ataque para robarle, el hombre había sufrido laceraciones en el costado derecho
de la mandíbula y no sabía que la hoja del cuchillo se le había roto dentro de
la cabeza. La razón de sus dolores intensos se debía al objeto extraño
incrustado en su cuerpo.
¿Qué objetos extraños se han incrustado
(no en su cuerpo) sino en su alma y le causan dolor? ¿Qué revelarían una
radiografía del interior de su alma? ¿Culpabilidad por un acto cometido?
¿Vergüenza por un pasado oscuro y escandaloso? ¿Remordimiento? ¿Un hábito
pecaminoso al que no pude renunciar?
¿Qué tipo de sentimiento supura bajo la superficie de su alma produciendo
enojo, irritabilidad, malhumor, resentimiento, odio o pena?
2. Permita que Dios examine su
corazón
No intente ocultarlo, solicite una
resonancia espiritual. Solicite lo que David le demandó a Dios en el Salmos 139
cuando dijo:
Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y
conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el
camino eterno. Salmos 139.23, 24.
La palabra examíname indica la idea de explorar y escarbar. David está
pidiéndole a Dios que analice profundamente su interior y que le muestre si hay
algo que le está causando dolor. No le está pidiendo a Dios que descubra un pecado
oculto que Dios no sepa (pues él lo sabe todo), sino para que David mismo sepa
que Dios lo ha descubierto. Cuando usted permite que Dios examine su corazón, está
haciendo lo que hace cuando un dolor constantemente le molesta: usted va al
médico para saber la razón de sus dolores. En este caso usted se somete al
bisturí del Médico Divino para una operación exploratoria. A medida que Dios
traiga a su mente su conducta pecaminosa, comience a pedirle perdón a Dios permitiendo
que aplique su perdón y su gracia.
3. Confiese sus pecados a Dios
No sé qué ideas tiene sobre la confesión. Pero le diré primeramente lo que no es:
·
No es decirle a
Dios lo que él no sabe, pues él lo sabe todo.
·
No es quejarse.
No es lamentarse.
·
No es culpar.
Es mucho más que ello.
El
término confesar, significa decir lo
mismo que Dios dice acerca del pecado y reconocer el punto de vista divino en relación
con el pecado.[2]
·
Es depender
absolutamente de la gracia de Dios.
·
Es reconocer que
lo hicimos estuvo mal, pero que la gracia y la bondad de Dios es más grande que
nuestro pecado.
Implica una actitud de humildad donde reconocemos
que debido a la miseria espiritual de nuestros corazones solo dependemos de la
bondad divina para nuestra sobrevivencia. Cuando este tipo de actitud la experimentamos
entonces estamos en la capacidad de expresarnos como lo hizo el hijo pródigo cuando dijo:
«Padre, he pecado contra el cielo y cintra ti. Ya no
soy digno de de ser llamado tu hijo» Lucas
15. 18-19.
O al igual que el publicano que dijo:
«Dios, sé propició a mí, pecador». Lucas 18.13
O como finalmente lo hizo el monarca
David. Luego de un año de encubrimiento y negación David confesó su pecado.
Hizo ondear la bandera blanca y dejó de discutir con el cielo y se sinceró con
Dios. Sus palabras han quedado enmarcadas en el salmos 51 donde dijo:
Ten
piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de
tus piedades borra mis rebeliones.
Lávame
más y más de mí maldad, y límpiame de mi pecado.
Porque
yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí.
Contra
ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que
seas reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio. Salmos 51.1-4.
PALABRAS
FINALES
1.
Nos engañamos a
nosotros mismos si aparentamos no haber cometido pecado. «Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está
en nosotros». 1 Juan 1.8-9. No nos complicamos en reconocer que los pecadores
aun no arrepentidos necesitan confesar sus pecados para acceder al perdón
divino; sin embargo, es más espinoso para el creyente admitir que necesita confesar
sus pecados. Damos por sentado que si una persona nunca admite que en realidad es
un pecador, la salvación tampoco puede ser una realidad en su vida; pero «…la confesión continua del pecado es una
indicación de salvación genuina. . . y caracteriza a los cristianos genuinos. .
.»[3]
Sin importar cuan larga o corta sea nuestra caminata con el Señor, fortuita o deliberadamente
terminamos resbalándonos en nuestros pecados y necesitados del perdón divino
una y otra vez. No hay día que no tengamos la necesidad de
subir a la colina del Gólgota y colgarnos de la cruz lamentando nuestra miseria
espiritual.
Charles Swindoll, hace una representación de nuestra
relación con Dios y nuestro prójimo por medio de la figura de la cruz. La cruz
tiene dos vigas, la más grande representa nuestra relación con Dios, es la viga
vertical. La viga horizontal, representa nuestras relaciones con las personas.
Al referirse a la viga vertical dice
…A lo largo de nuestra vida trepamos esa viga
cargando el peso de nuestro pecado. No somos perfectos, y todavía estamos creciendo
en madurez, lo cual significa que todavía pecamos. Así que trepamos esa viga y
decimos: «Señor, yo mismo me he metido en este lío, y te lo confieso. Me equivoqué
y lo lamento, volví a fallar y traigo esto ante ti».
El Señor nunca responde: «¡Qué vergüenza!
¡Bájate y de mi vista. Haz penitencia durante las próximas tres semanas». …Él dice:
«A medida que vayas bajando lentamente, vete limpio, tranquilo y perdonado».
Así que bajamos, contentos de haber sido perdonados…solo para volver a pecar
otra vez. Entonces estamos otra vez subiendo esa viga. Por consiguiente, la
vida cristiana puede sentirse como un yoyó. Sube y baja, sube y baja. A medida
que envejecemos y aprendemos nuestras lecciones, subimos esa viga con mucho menos
frecuencia, pero nunca [nunca,
nunca, nunca…]
llegamos al punto de nunca necesitar buscar el perdón de Dios. …[Para fortuna nuestra], su perdón nunca se agota.[4]
2.
Dios ofrece continuamente perdón y limpieza de pecados a expensas de nuestra
confesión. Recuerde: «Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad». 1 Juan 1.9.
3.La indulgencia divina provee una conciencia pacífica. Nuestra conciencia puede que sea invisible pero ciertamente no está
inactiva. ¿A quién no lo mantienen despierto los ruegos, los reclamos, las
acusaciones de la conciencia? Una conciencia acusadora nos puede quitar
el apetito, robarnos el sueño y mantenernos distraídos. También nos puede hacer
sentir culpables. Nada más aliviador que reclinar nuestras cabezas sobre
la almohada de una conciencia limpia, desempolvada de telarañas de pecados y
culpas del pasado.
Una conciencia pacífica viene como resultado de haber explorado nuestros
corazones y haber confesado nuestros pecados y obtenido la indulgencia de
Dios.
Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y ha sido
cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien el Señor No atribuye
iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño……Salmos 32.1, 2
[1]
Charles Swindoll, David: un hombre de
pasión y destino (El Paso Texas, EE.UU.: Editorial Mundo Hispano, 2010),
218,219.
[2]
Ibid.
[3]
John MacArthur, Biblia de estudio
MacArthur (Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2012), 1819.
[4]
Charles Swindoll, Abraham, la increíble jornada de fe de un nómada (Carol Stream,
Illinois: Tyndale House Publisher, Inc., 2015), 202.
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