miércoles, 22 de agosto de 2018

COMO PONERTE A CUENTA CON DIOS

           Ningún creyente está en las posibilidades de no fallarle a Dios. Sin importar cuanta dedicación, posición o tiempo goce en las cosas del Señor, todos los que hemos tenido un encuentro con Dios por medio de Jesús, en algún momento (ya sea de una manera fortuita o intencional), tarde o temprano terminamos cediendo a algún deseo o impulso de nuestra naturaleza caída. Ningún cristiano está exceptuado de esta realidad, como tampoco está exento de volver a la cruz y solicitar el perdón divino.
 Dios no deja a sus hijos caídos sino que extiende su invitación para arreglar cualquier pleito que tengamos con él:
Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueran como la grana  como la nieve serán emblanquecidos; si fueran rojos como el carmesí, vendrán a ser como la blanca lana. Isaías 1.18. 
Aun cuando la invitación fue extendida hace miles de años atrás, todavía tiene vigencia hoy. Por lo tanto, cualquier hijo de Dios que hubiera tenido un traspiés en su caminar con el Señor, tiene derecho a ponerse a cuenta con Dios.
¿Cómo ponernos a cuenta con Dios? Tres cosas básicas para lograrlo:
·         No oculte su pecados
·         Permita que Dios examine su corazón
·         Confiese sus pecados 
1. No oculte su pecado
La Biblia registra la historia de un hombre llamado David. Tenía una ocupación social muy importante en la nación donde él vivía, era el rey. Era dueño de las tierras más ricas del reino pero también era dueño de una ávida lujuria. Dios lo llamó para ser su ungido y fue denominado un hombre conforme al corazón de Dios. Sin embargo, este hombre  cometió una serie de decisiones fuera de lugar.  
No va a la guerra con sus soldados y se queda en el palacio. Usa su tiempo para pasear sobre la terraza del palacio y contemplar a una bella plebeya de nombre Betsabé. Pero no solo la contempla, sino que también la desea. Y no solo la desea, sino que también envía a sus sirvientes por ella. Betsabé es escoltada hasta la misma recamara real, donde yace esperando ansioso el lujurioso monarca hebreo. Entre copas de champagne y el sonido de una suave melodía, el rey da rienda suelta a sus pasiones sensuales. Semanas después, Betsabé comunica a David que ha quedado embarazada. Con una conciencia nublada por el pecado, David actúa inmediatamente tomando decisiones aún más desatinadas. Intenta engañar al esposo de Betsabé y al no conseguirlo lo envía al campo de batalla para ser muerto. Él bebé nace, y el rey no da muestra de arrepentimiento. Al contrario ocultó su pecado.
La falta encubierta en vez de producir tranquilidad, provoca angustia en su interior. La clandestinidad  de su pecado succiona la alegría de sus  días y drenan el vigor de su corazón. Por tal razón escribió diciendo:  
Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano. Salmos 32. 3-4. 
Lo único que ocasionó David en su vida al ocultar su pecado fue traer angustia a su alma.
Era una opresión horrible, un tormento de conciencia. Día y noche sentía la pesada mano de Dios… Sus noches eran de insomnio. Podía ver su pecado escrito en el techo de su habitación mientras daba vueltas en la cama. Lo veía escrito  en las paredes. Lo veía en el plato cuando trataba de tomar algo de comida. Lo veía en los rostros de sus consejeros. Era un esposo desagraciado, un padre irritable, un pésimo líder, un compositor estéril...[1]
El temporal y superficial placer del pecado dio lugar al punzante dolor que causa todo pecado. La imagen atractiva de la bella Betsabé se desvaneció a consecuencia de la magnitud del pecado que había cometido el monarca hebreo. Cada vez que David miraba a Betsabé, miraba su propia debilidad, su propio pecado.  No había día que no viera en el rostro de Betsabé, el rostro del esposo traicionado y asesinado. Especialmente, no podría mirarla sin sentir la mirada de Dios sobre sí mismo.   
Cuando David ocultó su mala conducta dio lugar al dolor. El pecado no confesado es semejante a la dolencia que produce una daga incrustada en el cuerpo. 
Un hombre sufría de intensos dolores de cabeza y había intentado todo tipo de tratamiento con el fin de encontrar alivio. Finalmente una radiografía reveló la causa de sus intensos dolores. El tipo tenía incrustado en su cráneo la hoja oxidada de un cuchillo. Durante un ataque para robarle, el hombre había sufrido laceraciones en el costado derecho de la mandíbula y no sabía que la hoja del cuchillo se le había roto dentro de la cabeza. La razón de sus dolores intensos se debía al objeto extraño incrustado en su cuerpo.
¿Qué objetos extraños se han incrustado (no en su cuerpo) sino en su alma y le causan dolor? ¿Qué revelarían una radiografía del interior de su alma? ¿Culpabilidad por un acto cometido? ¿Vergüenza por un pasado oscuro y escandaloso? ¿Remordimiento? ¿Un hábito pecaminoso al que no pude renunciar?  ¿Qué tipo de sentimiento supura bajo la superficie de su alma produciendo enojo, irritabilidad, malhumor, resentimiento, odio o pena? 

2. Permita que Dios examine su corazón
No intente ocultarlo, solicite una resonancia espiritual. Solicite lo que David le demandó a Dios en el Salmos 139 cuando dijo:
Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno. Salmos 139.23, 24.
La palabra examíname indica la idea de explorar y escarbar. David está pidiéndole a Dios que analice profundamente su interior y que le muestre si hay algo que le está causando dolor. No le está pidiendo a Dios que descubra un pecado oculto que Dios no sepa (pues él lo sabe todo), sino para que David mismo sepa que Dios lo ha descubierto. Cuando usted permite que Dios examine su corazón, está haciendo lo que hace cuando un dolor constantemente le molesta: usted va al médico para saber la razón de sus dolores. En este caso usted se somete al bisturí del Médico Divino para una operación exploratoria. A medida que Dios traiga a su mente su conducta pecaminosa, comience a pedirle perdón a Dios permitiendo que aplique su perdón y su gracia.

 3. Confiese sus pecados a Dios
No sé qué ideas  tiene sobre la confesión. Pero le diré  primeramente lo que no es:
·         No es decirle a Dios lo que él no sabe, pues él lo sabe todo.
·         No es quejarse. No es lamentarse.
·         No es culpar.
Es  mucho más que ello.
 El término confesar, significa decir lo mismo que Dios dice acerca del pecado y reconocer el punto de vista divino en relación con el pecado.[2] 
·         Es depender absolutamente de la gracia de Dios.
·         Es reconocer que lo hicimos estuvo mal, pero que la gracia y la bondad de Dios es más grande que nuestro pecado.  
Implica una actitud de humildad donde reconocemos que debido a la miseria espiritual de nuestros corazones solo dependemos de la bondad divina para nuestra sobrevivencia. Cuando este tipo de actitud la experimentamos entonces estamos en la capacidad de expresarnos como lo hizo  el hijo pródigo cuando dijo:
«Padre, he pecado contra el cielo y cintra ti. Ya no soy digno de de ser llamado tu hijo» Lucas 15. 18-19.
O al igual que el publicano que dijo:
«Dios, sé propició a mí, pecador». Lucas 18.13
O como finalmente lo hizo el monarca David. Luego de un año de encubrimiento y negación David confesó su pecado. Hizo ondear la bandera blanca y dejó de discutir con el cielo y se sinceró con Dios. Sus palabras han quedado enmarcadas en el salmos 51 donde dijo:
Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones.
Lávame más y más de mí maldad, y límpiame de mi pecado.
Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí.
Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio. Salmos 51.1-4.

PALABRAS FINALES
 Permítame concluir esbozando tres  verdades útiles:   
1. Nos engañamos a nosotros mismos si aparentamos no haber cometido pecado.  «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». 1 Juan 1.8-9.  No nos complicamos en reconocer que los pecadores aun no arrepentidos necesitan confesar sus pecados para acceder al perdón divino; sin embargo, es más espinoso para el creyente admitir que necesita confesar sus pecados. Damos por sentado que si una persona nunca admite que en realidad es un pecador, la salvación tampoco puede ser una realidad en su vida;  pero «…la confesión continua del pecado es una indicación de salvación genuina. . . y caracteriza a los cristianos genuinos. . .»[3] Sin importar cuan larga o corta sea nuestra caminata con el Señor, fortuita o deliberadamente terminamos resbalándonos en nuestros pecados y necesitados del perdón divino una y otra vez.  No hay día que no tengamos la necesidad de subir a la colina del Gólgota y colgarnos de la cruz lamentando nuestra miseria espiritual.
Charles Swindoll, hace una representación de nuestra relación con Dios y nuestro prójimo por medio de la figura de la cruz. La cruz tiene dos vigas, la más grande representa nuestra relación con Dios, es la viga vertical. La viga horizontal, representa nuestras relaciones con las personas. Al referirse a la viga vertical dice
…A lo largo de nuestra vida trepamos esa viga cargando el peso de nuestro pecado. No somos perfectos, y todavía estamos creciendo en madurez, lo cual significa que todavía pecamos. Así que trepamos esa viga y decimos: «Señor, yo mismo me he metido en este lío, y te lo confieso. Me equivoqué y lo lamento, volví a fallar y traigo esto ante ti».
El Señor nunca responde: «¡Qué vergüenza! ¡Bájate y de mi vista. Haz penitencia durante las próximas tres semanas». …Él dice: «A medida que vayas bajando lentamente, vete limpio, tranquilo y perdonado». Así que bajamos, contentos de haber sido perdonados…solo para volver a pecar otra vez. Entonces estamos otra vez subiendo esa viga. Por consiguiente, la vida cristiana puede sentirse como un yoyó. Sube y baja, sube y baja. A medida que envejecemos y aprendemos nuestras lecciones, subimos esa viga con mucho menos frecuencia, pero nunca [nunca, nunca, nunca…] llegamos al punto de nunca necesitar buscar el perdón de Dios. …[Para fortuna nuestra], su perdón nunca se agota.[4]

2. Dios ofrece continuamente perdón y limpieza de pecados a expensas de nuestra confesión. Recuerde: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad». 1 Juan 1.9.
3.La indulgencia divina provee una conciencia pacífica. Nuestra conciencia puede que sea invisible pero ciertamente no está inactiva. ¿A quién no lo mantienen despierto los ruegos, los reclamos, las acusaciones de la conciencia?  Una conciencia acusadora nos puede quitar el apetito, robarnos el sueño y mantenernos distraídos. También nos puede hacer sentir culpables. Nada más aliviador que reclinar nuestras cabezas sobre la almohada de una conciencia limpia, desempolvada de telarañas de pecados y culpas del pasado. 
Una conciencia pacífica viene como resultado de haber explorado nuestros corazones y haber confesado nuestros pecados y obtenido la indulgencia de Dios. 
Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y ha sido cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien el Señor No atribuye iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño……Salmos 32.1, 2






[1] Charles Swindoll, David: un hombre de pasión y destino (El Paso Texas, EE.UU.: Editorial Mundo Hispano, 2010), 218,219.
[2] Ibid.
[3] John MacArthur, Biblia de estudio MacArthur (Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2012), 1819.
[4] Charles Swindoll, Abraham, la increíble jornada de fe de un nómada (Carol Stream, Illinois: Tyndale House Publisher, Inc., 2015), 202. 

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