Cuenta una leyenda que en cierta ocasión
el diablo cayó en quiebra y anunció la venta de sus herramientas de trabajo. En
la fecha de la venta colocaron las herramientas para inspección pública, cada
una rotulada con su precio de venta. Había toda suerte de instrumentos siniestros:
Odio, envidia, celos, duda, mentira, orgullo, y así por el estilo. Separada del
montón estaba una herramienta que parecía inofensiva y a la vez muy gastada pero
de precio muy alto.
“¿Qué herramienta es esa?” preguntó uno
de los compradores.
“Ah,” dijo el adversario, “es el DESALIENTO.”
“¿Y por qué tiene precio tan alto?”
“Porque me sirve más que los demás. Con
ella, puedo abrir y meterme en el corazón de una persona y destruir la
tranquilidad de su espíritu; en realidad puedo hacer lo que se me antoje en el
interior de la gente cuando no puedo acercarme a ellas con otras herramientas. Está
muy gastada, porque la uso casi en toda persona, puesto que pocos saben que me
pertenece.”
El precio que el diablo puso al
desaliento fue tan alto, que al final nadie la compró.
Para infortunio nuestro, el desaliento es
todavía hoy su herramienta principal, y la usa especialmente contra el pueblo
de Dios.
Ninguno
humano que arroje su sombra sobre este mundo, está excepto de
caer en los brazos insidiosos del desánimo. Ni siquiera los hombres de Dios están
libres de ello. Hasta un hombre como el profeta Elías cuya fe hizo caer fuego del
cielo, sintió desvanecerse la paz de su corazón y cayó brevemente prisionero del
insidioso estado anímico del desánimo; hasta el punto de desear la muerte.
Y él (Elías) se fue por el desierto un día de camino, y
vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová,
quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres (1Reyes
19.4 RV60).
Preso del pánico debido a que la malvada
Jezabel lo buscaba para matarlo, Elías se adentró lo más que pudo en el inhóspito desierto,
caminó todo un día, hasta que finalmente agotado se dejó caer debajo de un
arbusto. Allí, con el corazón saturado de desaliento y sumergido en la más
profunda soledad, el vagabundo Elías ansió no vivir más.
Lo que no sabía Elías que aunque estaba
lejos de la vista de todos, no pudo alejarse de la vista de Dios. Dios estaba
presto para animar a su fiel y fervoroso vocero. Observe lo que ocurrió:
Y echándose debajo del enebro, se quedó dormido; y he
aquí luego un ángel le tocó y le dijo: Levántate, come. Entonces el miró, y he
aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y
comió y bebió, y volvió a dormirse. Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez,
lo tocó, diciendo; Levántate y come, porque largo camino te resta. Se levantó,
pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y
cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios (1Reyes 19.5-8).
Dios no abandonó a su fiel profeta. Como
antes lo había hecho, se encargó de alimentar y cuidar de Elías. Luego de comer
y fortalecido físicamente, Elías se dirigió al Monte Horeb, donde Dios luego de
restaurarlo le encomendó una nueva misión (1Reyes 19.9.21).
Cuando parecía para Elías que todo estaba
acabado, Dios rehabilitó su decaído corazón y lo fortaleció y además le dio nuevas
asignaciones ministeriales. Podemos ver en el fiel profeta el cumplimiento de la promesa divina: «Y, después de que ustedes
hayan sufrido un poco de tiempo, Dios mismo, el Dios de toda gracia que los
llamó a su gloria eterna en Cristo, los restaurará y los hará fuertes, firmes y
estables» (1Pedro 5.10).