Antes de que Jesús
naciera, el propósito de su vida ya había sido designado. Aún su nombre mismo
indica su sagrada y alta misión. El nombre de Jesús no fue un invento de José o
la sugerencia de algún pariente; su nombre fue determinado en el cielo mismo. El
ángel le dijo a José: «…no temas recibir a María tu mujer, porque lo
que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás
su nombre JESÚS…» (Mateo 1.20,
21
RV60). No lo
llamaron Agusto César (el célebre emperador
romano), tampoco Anás ni Caifás (como los sacerdotes judíos), no Gamaliel (el distinguido teólogo del judaísmo);
sino JESÚS «…porque el salvará a su pueblo de sus pecados» Mateo1. 21
El nombre que José
colocó al niño Dios indica el carácter salvador de nuestro Señor. Por la tanto,
la historia de la navidad nos hacer recordar que el propósito de Jesús al venir
a este mundo fue rescatarnos de la esclavitud
espiritual en la que estábamos inmersos y del cual no podíamos liberarnos por
nosotros mismos.
Mi padre solía contar la historia de un niño que diseñó
un botecito con el cual jugaba constantemente. El botecito tenía grabada la
frase: “es mío; yo lo hice”. Una
mañana el niño sufrió un tremendo desencanto. Como tantas veces lo había hecho,
el niño llevó su bote a la orilla de un lago cercano a su casa y lo puso a
navegar sobre sus aguas cristalinas y azules. El botecito navegaba impulsado por
la suave brisa que suscitaban las menudas olas de aquel tranquilo lago. Cuando repentinamente
una ráfaga de viento atrapó al diminuto velero y arrancó la cuerda con que el
niño lo sostenía. La vehemencia del viento hizo que el botecito se alejara más
y más hasta que desapareció de la vista del niño. Con el rostro desencajado por
la tristeza, el niño regresó a su casa pensando en dónde habrá ido a parar su tan preciado y perdido
botecito.
Luego de unas
semanas, el niño pasó por una juguetería y sus ojos se detuvieron penetrantemente
sobre un botecito que se exhibía en el mostrador de aquella tienda. Sus pequeños
ojos se agigantaron de asombro cuando leyó las palabras grabadas en el botecito.
¡No lo podía creer! El juguete aquel, era nada más y nada menos el botecito que
había perdido en el lago. Rebosando de alegría, el niño entró a la juguetería
y le pidió al dueño que le diera el bote
que se exhibía en el mostrador. ― Lo
lamento ― le dijo el dueño, ―pero el bote ahora es mío. Si lo quieres, tendrás
que pagar el precio ― replicó el dueño.
Entristecido, el niño
salió de aquel bazar Pero estaba decidido a recuperar su bote, aunque
significara trabajar y ahorrar hasta tener el dinero para pagar el precio.
Por fin llegó el día.
Apretando en su mano el dinero, entró al almacén y sobre el mostrador extendió
el dinero que había ganado con arduo trabajo. ― He vuelto para comprar mi bote ―
dijo el niño. El dueño contó el dinero. Era suficiente. Abrió la vitrina y tomó
el bote y se lo entregó al ansioso niño. La cara de aquel niño se iluminó con
una sonrisa de satisfacción y mientras abrazaba a su bote dijo: “¡Eres mío!, ¡dos
veces mío! Mío porque te hice, y ahora mío porque te compré.”
La navidad es la
historia de Dios pagando el precio por nuestro rescate y nos enseña que no solo
somos propiedad de Dios por creación,
sino también por redención. Dios es
nuestro dueño porque nos creó y porque nos compró. Antes de conocer a Jesús
éramos esclavos del pecado (Romanos 6.17). El pecado nos distanció de nuestro
Creador. «…pero vuestras iniquidades han
hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho
ocultar de vosotros su rostro para no oír» Isaías
59.2.
Sin embargo, Dios en
su amor profundo por sus criaturas, tomó
la bondadosa decisión de rescatarnos de aquella perniciosa condición. Y lo
hizo. Envió a Jesús para cumplir tal designio. El evangelista Lucas lo dijo muy
claro cuando escribió diciendo: «Porque el Hijo del Hombre (Jesús) vino a
buscar y a salvar lo que se había perdido» Lucas
19.10.
La celebración de la verdadera
navidad no se basa en la pomposidad de una cena ni tampoco en adornos pasmosos
que decoran una sala, es más que eso. Es celebrar y reconocer que JESÚS vino al
mundo para salvarnos de nuestros pecados, es reconocer que no hay un nombre más
significativo en todo el universo como el nombre de JESÚS. Es celebrar y reconocer
que: «…en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo,
dado a los hombres, en que podamos ser salvos» Hechos 4. 12.
No pase por alto en esta
navidad el excelso y célico nombre de JESÚS. José no ignoró aquel nombre. El apóstol Pablo tampoco, pues
escribió diciendo:
Por lo cual Dios
también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para
que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos,
y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es
el Señor, para gloria de Dios Padre. Filipenses 2.9-11.
Años
más tarde, John Newton, un marinero que entregó su vida a Cristo, tampoco pasó
por desapercibido tan sublime nombre y compuso el himno Tan dulce el nombre de Jesús; el cual ha sido traducido a muchos
idiomas (en el himnario de Melodías Celestiales, se ubica en la página
91). Termine este devocional
leyendo o sino cantando la melodía de este himno.
¡Tan
dulce el nombre de Jesús!
Sus
bellas notas al cantar,
Que
mi alma llena al proclamar,
El
nombre de Jesús.
¡Cristo
oh que dulce es!
Cristo
para siempre es;
Cristo
yo te aclamaré
Por
siempre, ¡oh, mi Cristo!
Adoro
el nombre de Jesús,
Jamás
me faltará su amor;
Y
pone aparte, mi dolor,
El
nombre de Jesús.
Tan
puro el nombre de Jesús,
Que
pudo mi pesar quitar,
Y
grata paz a mi alma dar,
El
nombre de Jesús.
El
dulce nombre de Jesús
Por
siempre quiero alabar,
Y
todos deben ensalzar,
El
nombre de Jesús.
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