Su nombre era Leonardo. Lo más grato que
recuerdo de él, era la inocencia de su rostro y la sumisión que guardaba a sus
padres al igual que a mi persona. Era un adolescente de temple sereno. Llegó a
la iglesia para recibir clases de formación cristiana juntos con otros
compañeros. En uno de nuestros servicios dominicales, terminó entregando su
vida a Cristo y luego ocasionalmente participaba en algunas presentaciones
durante los programas de nuestra iglesia.
Todo iba bien (aparentemente). Hasta que de un momento a otro, Leonardo
comenzó a experimentar ciertos desmayos en la escuela. No eran cualquier tipo
de desmayos. Supimos por intermedio de su madre que la visión de Leonardo se
nublaba de una manera inesperada, a tal
punto que, de estar caminando o corriendo de lo más normal; de pronto terminaba
cayendo al suelo. Hubo ocasiones que llegó a caer por las graderías de la
escuela.
Leonardo fue llevado por sus padres al
especialista para indagar la causa de los desmayos. Junto con los análisis
llegó la angustiosa desesperación. Un tumor incurable estaba alojado en el
cerebro del joven adolescente. Mientras los padres hicieron todo lo
clínicamente posible para ayudar a su hijo, nosotros en la iglesia hacíamos
frecuentes oraciones por el restablecimiento de su salud.
El sufrimiento de Leonardo llegó a su
fin no por una sanidad, sino por medio de la muerte misma. Con apenas catorce
años Leonardo experimentó la muerte y le dijo adiós a amigos y a sus seres queridos.
El día del funeral pude ver las lágrimas
en los ojos de sus padres mientras tomaban cada uno una pala y arrojaban tierra
sobre el ataúd de su hijo. No era algo que ellos habían planificado (pues los
padres hacemos planes para llevar nuestros hijos a lugares de recreación, pero
no a un cementerio para ser enterrados). Sin embargo, por esas cosas del
destino y de los designios divinos, Leonardo murió y se fue de este mundo y de
nuestra vista.
Eventos de esta naturaleza producen no
solo dolor, sino también preguntas difíciles de contestar ¿Por qué tuvo que
morir? ¿Por qué murió si era tan joven?
No es cómodo responder esa pregunta pues
sólo Dios sabe las razones que hay detrás de cada suceso, él es soberano y en
su soberana voluntad permite que ocurra aun los eventos más dolorosos e inesperados
. Pero la Biblia no solo enseña que Dios es soberano, sino que también es un Dios bueno.
Hace
miles de años atrás, un rey que perdió a más de un hijo, compuso las siguientes
palabras:
«Gustad, y ved que es bueno Jehová; dichoso el hombre
que confía en él». Salmos 34.8 RV60.
Creer en la soberanía de Dios nos lleva a aceptar que
todos los eventos, tanto ordinarios como extraordinarios están bajo su control.
Creer en su bondad, nos lleva a
confiar en su corazón. Esto significa que aunque no entendamos muchas veces el por qué
Dios permite eventos dolorosos, podemos confiar en su corazón.
En su soberana voluntad y en su profunda
bondad, Dios consiente que aun la muerte de un hijo, pueda ser algo bueno. Pero,
¿cómo puede ser buena la muerte? Quizás parte de la respuesta puede hallarse en
Isaías 57.1–2: «Perece el justo, y
no hay quien piense en ello; y los piadosos mueren, y no hay quien entienda que
de delante de la aflicción es quitado el justo. Entrará en la paz, descansarán
en sus lechos todos los que andan delante de Dios».
Dios puede usar la muerte para librar del
mal a uno de sus hijos. Quizás Dios permitió la muerte de Leonardo con el fin de
librarlo de una enfermedad extensa, de alguna adicción o tal vez de alguna rebelión. ¡No lo sabemos!
Pero entienda esto por favor: «Dios no causa el mal pero obra en medio del mal.
No es la causa directa de todas las cosas, sino el soberano sobre todas las
causas y realidades. Dios no es el actor solo sino que todos los eventos están
bajo su control».[1] Y como todos los eventos
están bajos su control, ninguna persona vive un día más ni un día menos de lo determinado
por Dios. «En tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas,
sin faltar una de ellas». Salmos 139.16.
¿Debería Leonardo haber vivido más allá
de sus catorce años? Yo anhelé que no muriera, y estoy seguro que sus padres
también; sin embargo, en el soberano plan de Dios, cada ser humano ha vivido lo
suficiente y cada muerte ocurre en el momento oportuno. Aunque usted y yo
pudiéramos desear una vida más larga, Dios sabe lo que mejor nos conviene,
aunque no lo comprendamos.
[1] Donald G. Bloesch, citado por
Pablo Hoff en, Teología evangélica, tomo1
y tomo 2 (Miami, Florida: editorial Vida, 2005), 244.
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