En el devocional anterior vimos tres estrategias muy útiles para vencer la tentación: Dijimos que usted debe hacer un compromiso de cuidar su integridad, debe usar la palabra de Dios y debe usar el arma de la oración. Hoy aprenderemos dos estrategias más: Una de ellas tiene que ver con huir y la otra con pensar en las consecuencias.
Huya d e la tentación
El consejo de Pablo al joven pastor de
la iglesia de Éfeso fue: «Huye también de las pasiones juveniles…» 2Timoteo 2.22
¡Qué gran recomendación! ¡Qué sabiduría en
tan pocas palabras! ¿Sabe porque? porque el pecado se produce cuando estamos de
acuerdo con la tentación y la seguimos. Usted es un necio, un insensato, si sabiendo
lo que lo debilita, de todos modos sigue alimentándose con ello. Al traer
constantemente tentaciones ante sus ojos y permitir que se asienten en su
mente, usted está jugando a caer directamente en las garras del diablo. Si las
relaciones con ciertas personas lo debilitan, absténgase de ellas.
En Hebreos
11.24, 25 se dice de Moisés que «por
la fe, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo
de Dios, que gozar de los deleites
temporales del pecado». ¿Leyó las últimas cinco palabras? (los deleites
temporales del pecado) ¡Qué elocuente y que verdadera expresión! ¿El pecado es deleitoso?
¡Sin duda! Es tan deleitoso que las personas arriesgan su propia reputación
para probarlo. Al hacerlo, todos los esfuerzos de nuestra mente para alertarnos
sobre el peligro del pecado quedan neutralizados y olvidamos las advertencias
internas. Lo mejor manera de enfrentar el juego seductor de la tentación es huyendo
y no cayendo en su insidioso juego.
Piensa
en las consecuencias
Se dice que cuando un esquimal quiere
matar a un lobo, esto es lo que hace: Toma una daga plenamente afilada, y la
cubre con sangre de animal luego lo deja congelar. Añade luego otra capa de
sangre, y otra, hasta que la hoja de dicha daga este completamente cubierta por
la sangre congelada. Luego el esquimal coloca el cuchillo congelado en el suelo
con la hoja para arriba. Cuando el lobo dirigido por su sensible olfato llega
hasta el lugar de donde emana el olor y descubre la carnada, sin sospecha
alguna lame con gusto la sangre congelada. Lame una y otra vez y con más
vehemencia, succionando la hoja hasta dejar desnuda la afilada daga. Es tan
fuerte su sed de sangre que el lobo lame la acerada daga en la noche del
Ártico, sin darse cuenta que la cortante hoja ha cercenado su lengua, y que su
insaciable sed está siendo satisfecha por su propia sangre. Su ávida sed
sangrienta impulsa a la bestia a lamer aún más y más, una y otra vez…Al
amanecer, el lobo yace muerto en la nieve.
Detrás de su seductora trampa, el
pecado siempre esconde sus oscuras y trágicas consecuencias. El apóstol Pablo
lo advirtió cuando dijo: «Porque la paga del pecado es muerte…» (Romanos
6. 23).
Nuestra rebelión contra Dios produce
desagradables consecuencias. Dios no se queda en silencio mientras sus hijos
dan rienda suelta a la perversión. Nos deja que sigamos por nuestros caminos de
pecado y que cosechemos las consecuencias. Cada corazón destrozado, cada niño
que nace sin ser deseado, cada guerra y tragedia tiene su raíz en nuestra
rebelión contra Dios.
«La decepción juega una parte importante
en la tentación satánica. Satanás evita un ataque frontal inmediato contra el
mandamiento probatorio de Dios y las consecuencias anunciadas. En lugar de ello,
el siembra la semilla de la duda, la incredulidad y la rebelión».[1]
El pecado le hace a la vida lo que unas
tijeras a una flor. Un corte en el tallo distancia a la flor de la fuente de su
vida. Al principio la flor todavía se ve atractiva y llena de color. Pero al
pasar el tiempo las hermosas hojas se marchitarán
y a los pétalos comenzarán a caer. Haga
lo que hagas con la flor, la flor está muerta.
[1] Carl
G. Kromminga, en E.F. Harrison (ed.), Diccionario de Teología (Grand Rapids,
Míchigan: Libros Desafío, 2002), 595.
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