Venid
luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueran como la
grana como la nieve serán emblanquecidos;
si fueran rojos como el carmesí, vendrán a ser como la blanca lana. Isaías 1.18.
La Biblia registra la historia de un
hombre llamado David. Tenía una ocupación social muy importante en la nación
donde él vivía, era el rey. Era dueño de las tierras más ricas del reino pero
también era dueño de una ávida lujuria. Dios lo llamó para ser su ungido y fue
denominado un hombre conforme al corazón de Dios. Sin embargo, este hombre cometió una serie de decisiones fuera de
lugar.
No va a la guerra con sus soldados y se
queda en el palacio. Usa su tiempo para pasear sobre la terraza del palacio y
contemplar a una bella plebeya de nombre Betsabé. Pero no solo la contempla,
sino que también la desea. Y no solo la desea, sino que también envía a sus
sirvientes por ella. Betsabé es escoltada hasta la misma recamara real, donde
yace esperando ansioso el lujurioso monarca hebreo. Entre copas de champagne y el
sonido de una suave melodía, el rey da rienda suelta a sus pasiones sensuales.
Semanas después, Betsabé comunica a David que ha quedado embarazada. Con una
conciencia nublada por el pecado, David actúa inmediatamente tomando decisiones
aún más desatinadas. Intenta engañar al esposo de Betsabé y al no conseguirlo
lo envía al campo de batalla para ser muerto. Él bebé nace, y el rey no da muestra
de arrepentimiento. Al contrario, pretendió ocultar su pecado y al hacerlo lo único
que consiguió fue traer angustia a su alma. Tiempo después escribió un salmo
donde describió la naturaleza de tal angustia:
Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir
todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi
verdor en sequedades de verano. Salmos
32. 3-4.
Lo único que ocasionó David en su vida
al ocultar su pecado fue traer angustia a su alma. Durante el tiempo que encubrió
su falta sintió la pesada mano de Dios sobre su vida. Era
una opresión horrible, una tortura de conciencia. Día y noche la culpa
succionaba la alegría de su vida.
Sus noches eran de insomnio. Podía ver su pecado escrito en cada pared de su palacio. El temporal y superficial placer del pecado
dio lugar al punzante dolor que causa todo pecado. La imagen atractiva de la bella
Betsabé se desvaneció a consecuencia de la magnitud del pecado que había cometido
el monarca hebreo. Cada vez que David miraba a Betsabé, miraba su propia debilidad,
su propio pecado. No había día que no viera
en el rostro de Betsabé, el rostro del esposo traicionado y asesinado. Especialmente,
no podría mirarla sin sentir la mirada de Dios sobre sí mismo.
Encubrir nuestras faltas no soluciona
nada. Cuando David ocultó su mala conducta dio lugar al sufrimiento de su alma.
Ocurrirá lo mismo en nosotros si optamos por esconderlos en lugar de confesarlos.
La falta encubierta en vez de producir tranquilidad, provocará angustia en nuestro
interior. La clandestinidad de nuestros pecados succionará la alegría de nuestros días y drenarán el vigor de nuestro corazón.
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