Aunque ande en
valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu
vara y tu cayado me infundirán aliento. Salmos
23.4
A
principios de cada año en la antigua Palestina, las ovejas eran pasteadas en las
partes bajas de las montañas. Sin embargo, llegado el tiempo del ardiente calor, la nieve de las montañas altas
comenzaba a derretirse y los pastores dirigían sus ovejas hacia los lugares
altos. Aquella travesía inevitablemente incluía quebradas rodeadas de peñascos precipitosos y
densos bosques que bloqueaban la luz del
sol. Tales circunstancias propiciaban un
ambiente lúgubre que posiblemente
infundía miedo a cualquier
caminante. Esta clase de lugar en muchas ocasiones servía de guarida
para los lobos hambrientos y serpientes venenosas. Ante tal macabro escenario,
la seguridad de las ovejas solo dependía del cuidado fiel del pastor.
El verso cuatro del salmo 23 nos revela a un
Dios, que aunque está en el cielo también está en el vecindario y participa del
dolor de sus hijos. David usó la
metáfora del pastor para comunicarnos que Dios no abandona a sus hijos cuando
ellos experimentan tiempos de dolor. No los deja que atraviesen solos el valle
tenebroso de las crisis, sino que los acompaña. Hubo una época en la vida de
David en que las circunstancias fueron muy angustiosas y dolorosas. Durante
diez años vivió huyendo y refugiándose en las cuevas del desierto palestino.
Sumergido en alguna oscura cueva y en medio de noches aciagas entre el viento
frio y las fieras salvajes del desierto, David experimentó la compañía leal de
Dios en medio del valle oscuro de la soledad. Nadie estaba con él. Ningún amigo, ningún familiar, ninguno de los
que aclamaron su nombre cuando venció al gigante; nadie acompañó a David en esa
época sombría de su vida, nadie excepto Dios. David sabe cómo usted que es
sentir la soledad en los valles oscuros de la vida, usted ha sentido la soledad
como David.
Una de las más dolorosas de las soledades es
aquella que se da al estar rodeado de personas que nunca se interesan por uno.
La
soledad no proviene de estar solo; proviene de sentirse solo… Sentir como si
usted estuviera enfrentando la muerte solo, enfrentando la enfermedad solo,
enfrentando el futuro solo…. Sea que ocurra en su cama durante la noche o
mientras se dirige al hospital, en el silencio de una casa vacía o en medio de
un bar muy concurrido, la soledad se presenta cuando uno piensa: Me siento tan
solo [¿A alguien le
importa mi vida?]…[1]
¡Qué
terrible es la vida cuando se torna dolorosa! Y mucho más terrible y dolorosa,
cuando la gente ignora nuestro dolor. Pero no tiene por qué ser así, no si tenemos la promesa de Aquel que aunque está en
el cielo, está también entre nosotros y nos ofrece participar de nuestro dolor.
Tarde o temprano subiremos una ambulancia, pero no solos, él Señor subirá también con nosotros. Él estará con
nosotros cuando atravesemos cualquier valle tenebroso de la vida. Y mientras dure la travesía, por favor, recordemos
y pronunciemos las palabras de David: «Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me
infundirán aliento».
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